lunes, 31 de octubre de 2011

AMOR, SILENCIO Y REVERENCIA

Estoy pensando en Abrahám y en 

su nacimiento, en su bautizo y su

muerte. Todo ello el pasado 

viernes.


Después de unos días de

digestión comparto con
 
vosotros esta experiencia vital 

que me ha enseñado

lo que es el valor de una madre, 

Mayra, capaz de llevar 

adelante su embarazo sabiendo 

que su hijo era ya su hijo desde el primer momento, sin

necesidad de esperar a verlo, sin necesidad de que 

nadie le dijera nada, sino desde la certeza que le daba 

saber que lo que se formaba en su interior no era una 

cosa cualquiera o un "proyecto de", sino una persona 

con todas las de la ley.


Al poco tiempo de quedarse embarazada 

descubrieron que el cráneo de Abraham 

no se iba a formar  adecuadamente, 

haciendo inviable su vida fuera del 

útero de su madre. Ella sufrió las 

presiones de este sistema de salud 

nuestro que, de manera

incomprensible, anima a una madre a 

abortar porque al parecer no merece la 

pena un embarazo si el niño no va a salir

 adelante.

Claro que siempre hay personas dispuestas a luchar lo

que haga falta para evitar estas barbaridades y permitir 

que una madre abrace a su hijo antes de que este muera.

Siempre hay "ángeles de la guarda" que acompañan a
 
una madre en el embarazo mientras ella les enseña que

no hay fuerza mayor que el amor para esperar y luchar 

por lo que realmente merece la pena: una hora de vida 

de un hijo.


La vocación sacerdotal viene acompañada de

oportunidades, de regalos como este: sin merecerlo, uno

es invitado a compartir una historia como esta, que te 

hace replantear las prioridades y te convence de que, sin
 
duda, Dios está presente en toda vida humana, 

independientemente de su "viabilidad".

Por ser sacerdote Mayra quiso que yo estuviera presente

en el milagroso e impresionante momento del parto. Un 

parto por cesárea, programado, que nos dejó ver el 

rostro de Dios en el de Abrahám, que resumía la 

auténtica belleza, no esa de mofletes ideales y

sonrosados, sino la que está llena de lucha, de empeño, 

de amor más allá de los límites de la lógica.

Abrahám vió la luz de este mundo y fue bautizado. Una

sencilla oración y el agua vertida sobre su cabeza sirvió

para celebrar un sacramento que hizo visible lo

invisible: cómo el amor de Dios nos une en una sola 

familia (en este caso la de unos padres, un sacerdote, 

los médicos y los cientos de personas que oraban por 

nosotros en ese momento).


Abraham quedó en brazos de su madre que, tranquila, 

sólo daba gracias a Dios por haber podido tocar sus 

manitas y sus pies, ver su rostro, abrazarlo. Y ese fué el 

segundo sacramento de la mañana: así es el amor de 

Dios para mí. Un amor que lucha lo que haga falta por 

dar vida, que siempre da una oportunidad, que apuesta l

a propia vida para que la nuestra vaya adelante.

Después nos fuimos a la habitación y compartimos cada 

latido con la conciencia plena de saber que aquello era 

sagrado.

Y en ese ambiente sagrado Abrahám nos dejó para irse

con el Padre. Rodeado de toda la paz que él mismo nos 

había dado, su corazón latió por última vez y nuestra 

acción de gracias se elevó casi en un susurro, poniendo

palabras a algo indescriptible.

Así, sin hacer ruido, tal como llegó, se fue.


Doblamos su ropa como doblando el mismo sudario del

Señor: ni estridencias, ni llantos desgarradores. Sólo 

silencio y reverencia. Habíamos vivido algo sagrado y 

esperamos la resurrección. 

La tristeza y la esperanza mezcladas, entretejidas en 

cada punto de la toca, la rebequita y los leotardos.

Nunca pensé que en una sola hora de vida se pudiera 

hacer tanto sin hacer nada. Nunca imaginé que en 

sesenta minutos de latidos calmados un corazón 

pudiera alcanzar el corazón de tantas personas que se 

han conmovido con esta vida.


La misión de Abrahám era esa: recordarnos que no es 

necesario ser adulto, ni guapo, ni perfecto para dar vida. 

Recordarnos que en lo frágil de la historia Dios está 

presente mostrándonos que hay algo sagrado en toda 

vida humana que no podemos despreciar.


No es la primera experiencia de este tipo que vivo pero

si ha sido la que más directamente he presenciado y me 

doy cuenta, hoy como hace 11 años, que no podemos

hacernos dueños de algo que nos sobrepasa: la 

sagrada grandeza y la dignidad de toda vida humana no

se puede medir con nuestros parámetros humanos.

Como entonces, el viernes comprobé que Dios 

acompaña siempre, incluso cuando no entendemos

nada, para hacer fértil nuestra historia.


Doy gracias a Dios por haber sido testigo privilegiado de

la vida de Abrahám, por haber sido enriquecido con el 

valor y la calma de Mayra, por haber sido regalado con el

testimonio de un equipo médico capaz de mirar la vida

humana desde un horizonte más amplio que el que

marcan los presupuestos y los criterios de eficiencia.


Doy gracias a Dios porque mi vida es hoy aún mejor, 

enriquecida por la vida de un ángel.


No intentéis buscar algo de lógica en ésto. No se trata de 

lógica, se trata de amor. Ese es el milagro.

Jorge Ambel, misionero redentorista